viernes, 27 de noviembre de 2015

El rompecosas

No sé si en todas las familias hay un rompecosas oficial; en mi familia originaria no recuerdo que nadie se dedicara sistemáticamente a romper cosas; tengo la impresión de que todos rompíamos algo de vez en cuando pero que nadie tenía la exclusiva.

Pues bien, en mi casa sí hay un rompecosas oficial y ese es mi hijo pequeño. Os acordáis del plato roto con el que me corté el dedo que al final se me ha quedado hecho una alcayata porque me cargué el tendón? Pues por supuesto ese plato lo había roto él, como no podía ser de otra manera.

Cada vez que ese niño entra en una habitación ya sabemos todos automáticamente que de un momento a otro se va a escuchar un sonido atronador de algo que habrá caído al suelo o que habrá estallado en mil pedazos. Y no falla.

Ayer, por ejemplo. Cuando llegué a casa toda la entrada estaba tomada por los carpinteros que estaban arreglando (por fiiiiiiiiinnnnn) la puerta del cuarto de mi hija, que por supuesto también rompió el rompecosas, aunque esta vez fue a petición mía porque la niña se había quedado encerrada dentro. Pues bien, los muchachos tenían allí toda la parafernalia laboral suya, sus herramientas y todo eso, ocupando la entrada de la casa, así que me costó Dios y ayuda meter mi bici y colocarla de un modo que pudiéramos pasar por alguna parte.

La apoyé en la pared contraria a la que ellos usaban para poner sus cosas, de modo que en el medio quedara un pequeño pasillito por el que una persona de envergadura normal podía pasar perfectamente. Bueno, pues todos fuimos llegando y pasando con cuidado, de la cocina al salón y del salón a la cocina, y no sucedió nada. Hasta que llegó él, claro.

Conste que yo lo sabía, que en cuanto llegara algo iba a pasar fijo. Y no me equivocaba. Todo ocurrió en cuestión de segundos: fue entrar por la puerta, yo pensar en que algo iba a tirar y oír al instante siguiente el estruendo de la bici cayendo al suelo. La bici y todo lo que la cesta de la bici contenía, que eran bastantes cosas: una bomba para inflar ruedas, un paraguas, una botellita de agua… en fin, todo.

De momento mi hijo mayor saltó de inmediato:

 “Lo sabía, lo sabía, sabía que en cuanto este capullo entrara por la puerta iba a tirar algo. Es que lo sabíaaaaaaa!”.

“Bueno, vale, lo sabíamos todos. No hagamos leña del árbol caído”.

Y no es que a él le importe mucho. Vamos, que no le preocupa demasiado la opinión que tengamos de él. Si yo soy una asocial, él es lo siguiente. Te puedes tirar todo un día diciéndole que quite su ropa sucia del bidet, que no es su armarito particular, que él no te escucha ni le incomoda ni siquiera que le estés dando la vara. El tío pasa olímpicamente de todo y de todos.

Cuando vio la bici en el suelo no os creáis que se achantó lo más mínimo. Noooooooooo! Se limitó a mirarla despectivamente, pasar por encima y seguir su camino hacia dondequiera que fuese. Pensáis que la levantó del suelo? Ni pensarlo. Agacharse él para recoger algo que haya tirado? Una mierrrrrda! La levantó su padre cuando vio que no podía pasar; por supuesto el manillar se había dado la vuelta, y el guardabarros, que ya lo tenía un poco jodido, se había vuelto a descolocar, de resultas de lo cual va la bici armando una escandalera por la calle que pa qué, porque las varas van rozando la rueda y eso parece talmente una carraca.

En fin, de la misma manera que lo de mi dedo, destrozado a consecuencia de un plato que él había roto, le dio exactamente igual, no creáis que lo de la bici le ha preocupado tampoco mucho. Yo creo que incluso secretamente se siente un poco orgulloso de su capacidad destructiva, que efectivamente es muy difícil de superar. No sé si habrá algún record Guinnes de destructividad doméstica pero si lo hay él lo supera seguro. Y desde luego tiene mérito que un solo chaval de 17 años en su corta vida haya podido romper tantísimas cosas como si hubiera arrasado mi casa todo un ejército de bárbaros o el mismísimo Atila el de los hunos.

Todos, absolutamente todos los desperfectos que hay en mi casa, que son bastantes, y que necesitarían al menos dos años seguidos de costosas reparaciones, han sido causados por el rompecosas. Desconchones en las paredes, cristales rotos, azulejos y losetas partidos, sillas cojas o directamente desguazadas, sofás hundidos, rayones en las mesas, vajilla y utensilios varios  de cocina quemados, abollados, descascarillados o hechos trizas… en fin, todo un auténtico artista de la destrucción masiva.

Mucha gente me dice: “tía, deberías arreglar las cosas de tu casa que están mal”. Y de hecho ahora me he metido a arreglar unas cuantas. Pero conste que lo hago para reconstruir en la medida de mis posibilidades algunas de las que considero de extrema necesidad, pero en la seguridad absoluta de que me estoy gastando un dinero tonto, porque en cualquier momento él las volverá a destrozar con su acostumbrada infalibilidad. Es probablemente el gasto más gilipollesco que he hecho en mi vida. En realidad debería esperar a que sea grande y se vaya de casa para echarlo todo abajo y volverlo a construir prácticamente desde cero, porque no creo que tenga ningún otro arreglo. Y entonces cambiar todo el mobiliario y comprar una vajilla nueva y todo el menaje del hogar. En definitiva, para empezar una nueva vida en la que las cosas tengan una durabilidad más o menos normal. No te digo que sean eternas, no, solo que se rompan en un plazo razonable.

Pero teniendo en cuenta lo que tarda la gente hoy en día en irse de su casa veo muy poco probable que yo llegue a ver la mía alguna vez en unas condiciones de habitabilidad medianamente satisfactorias. Fijo que me moriré mucho antes. Es más, cuando me muera, si le dejan acercarse a mí lo bastante, estoy segura de que mi ataud no llegará entero a su destino definitivo. En fin, menos trabajo para los gusanos.

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