Vivo muy cerca de los hospitales más importantes de mi ciudad. Por la noche desde la terraza de mi casa se ven a lo lejos las luces, siempre encendidas, de esos hospitales.
Pocas personas saben esto que voy a contar ahora. Muchas noches me gusta salir a la terraza y simplemente mirar esas luces en la distancia. Imagino a la gente que está ahí, que pasa momentos difíciles y que probablemente se asoma a sus ventanas y mira hacia donde yo estoy, sin saber que les estoy mirando.
Pasé muchas noches en esos hospitales, primero con mi madre y luego con mi padre. De hecho él murió en uno de ellos. Y mi madre también pasó largas temporadas sometida a tratamientos de todo pelaje, principalmente experimentales, en un vano intento médico que rozaba el ensañamiento terapéutico, por encontrar un remedio que pudiera salvarla.
Ya digo, fueron muchas noches de tristeza, de desesperación, de noticias ambivalentes, contradictorias, a menudo mal explicadas y peor entendidas. Noches interminables de asomarme a la terraza de ese hospital (por fortuna se construyó en una época en la que aún se valoraba que un hospital tuviera terrazas estupendas tanto para los pacientes como para sus acompañantes, benditos tiempos)... pues eso, muchas noches de asomarme a esas amplias terrazas y mirar a lo lejos, hacia las casas de la gente que yo pensaba que vivía una vida normal, alejada del mal y de la enfermedad.
Me gustaba imaginar qué estarían haciendo todas esas personas en sus casas. Estarían cenando? Acostando a sus niños? Tal vez tomando una cerveza con los amigos y volviendo a casa en ese momento? Qué verían en la tele? Preferían leer quizás? Envidiaba esas vidas supuestamente tranquilas y felices en las que se podía hacer todo aquello que entonces yo no podía.
Cuando estás en un hospital cuidando a alguien hay muchas horas muertas en las que sólo puedes pensar, imaginar, evadirte como buenamente puedas. Y era tan consolador para mí mirar hacia ese otro lado, el lado de la no enfermedad, de la salud, de la vida...
Tal vez por eso ahora me gusta hacer lo mismo pero al revés. Me siento en la terraza y les miro yo a ellos, desde mi posición de persona privilegiada que hoy por hoy está sana y tampoco tiene a nadie enfermo a quien cuidar. Sé que me envidian desde la distancia, aunque no me vean; sé que ellos también me miran a mí, como yo hace años les miraba a ellos. Sé que nos turnamos en el sitio desde el que nos miramos unos a otros.
Por suerte hace muchos años que yo no miro desde ahí. Por suerte llevo mucho tiempo mirando desde este otro lado, desde el de la vida y la salud. Pero no me olvido de ellos, porque igual que un día estuve ahí, en cualquier momento las tornas pueden cambiar y volveré a estar en su lugar, quién sabe si en las mismas habitaciones en las que ellos están o en las que yo estuve. Pasé por tantas!
Vale, sí, hoy estoy melancólica. Mis vacaciones tocan a su fin y pronto el tiempo dejará de correr para mí libremente y sin presiones. Poco a poco va llegando a la ciudad la gente que estaba fuera, en esos desplazamientos masivos que tanto les gustan, y conforme ellos van volviendo yo me voy deprimiendo. Su regreso significa el principio del fin, la ciudad desierta se va llenando y los comercios y los bares vuelven a la vida, y yo de repente siento una tristeza infinita.
Se acabó, volveré a ser esclava del reloj, de horarios impuestos que violentan mi naturaleza perezosa, tendré que acostarme a horas en las que el cuerpo no me pide dormir para poder despertar a horas en las que el cuerpo no me pide levantarme.
Igual por eso esta noche, en la que todos en casa han salido y aún puedo saborear levemente el gozoso murmullo del silencio, estoy aquí, mirando las luces del hospital y pensando en toda esa gente para la que el tiempo se ha parado indefinidamente. Y siento que igual muchos de ellos me están envidiando por no estar allí.
Sé que no es ningún consuelo, amigos, pero tal vez esas luces que miráis también os miran a vosotros. Hay un nexo, un vínculo invisible que nos une. En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Hasta que la muerte (o quizás, con suerte, el alta hospitalaria) nos separe.
No estáis tan solos. Yo también estoy aquí. Y os miro.
Ps. Sé que en unos tiempos en los que lo que mola es mostrar a través de las redes lo guay que es la vida de uno y lo fantásticamente bien que lo pasa todo el tiempo, escribir un post melancólico de este tipo puede ser asocial, subversivo incluso... pero es lo que hay.
Muy bonito.
ResponderEliminarA mí me sucede algo parecido cada vez que paso cerca de algún hospital; pienso en los marrones que se cuecen en ese mismo instante tras las ventanas.