jueves, 24 de marzo de 2016

La odisea penitente

Es Semana Santa y he quedado con una amiga en un bar. Cuando me bajo del autobús y me dirijo al lugar de encuentro de repente me percato de que tengo que pasar por las Tendillas (para quien no sea de Córdoba, es la plaza principal de la ciudad) y que es imposible porque está lleno de gente y no voy a conseguir atravesar el muro humano de ninguna de las maneras. Decido desviarme por una salida lateral para intentar llegar a donde hemos quedado siguiendo en paralelo los desfiles procesionales por las calles adyacentes.

Total, que me pongo a seguir a un grupo de gente, pensando que intentan hacer lo mismo que yo, y así, todo el rato detrás de ellos, empiezo a callejear sin ton ni son hasta que llegado un punto me doy cuenta de que me he perdido. Miro para todos los lados y no tengo ni la más remota idea de dónde estoy, y lo que es peor, tampoco de la dirección en la que voy. He perdido la orientación por completo y no sé si me estoy alejando o acercando a mi destino.

La sensación es completamente surrealista, onírica. En mi propia ciudad, en pleno centro, estoy perdida!!!! Me siento como en un sueño, no me suena nada de lo que veo, es como si estuviera en una ciudad desconocida. Total, que intento calcular más o menos en qué dirección podría estar el sitio al que voy y sigo caminando con la esperanza de que más tarde o más temprano saldré a algún lugar reconocible.

Efectivamente, después de un buen rato completamente alucinada, sin tener ni idea de mi localización, por fin un edificio que me suena, una iglesia. Respiro aliviada, uffff. Pero el problema es que tampoco sé por dónde tirar porque las calles adyacentes también están a tope; son carrera oficial y están empetás de forofos semanasanteros.

En fin, en un momento dado dudo si volverme a casa y llamar a mi amiga para decirle que he sido incapaz de llegar, o bien seguir intentando acercarme poco a poco, aunque tenga que dar una vuelta tremenda, a riesgo de volver a perderme por callejuelas que no conozco y terminar en el río o vete tú a saber dónde. Pero reflexiono y llego a la conclusión de que todos los caminos llevan a Roma y que sabré llegar desde alguna parte. En fin, que continúo avanzando, procurando no alejarme demasiado de la calle principal que sí conozco.

En esto que por fin llego a otra calle que me consta que lleva directamente al lugar de la cita. El problema es que, como no podía ser menos, también está pasando una procesión. Hossssstia, qué pessssadillaaaa!!!!! Qué hago, qué no hago? A base de empujones, pisotones, peticiones de perdón y encogimientos varios (mi capacidad de encanijarme y minimizarme para poder atravesar espacios minúsculos es similar a la de las cucarachas) consigo ir atravesando el muro, que es más pequeño que el de las Tendillas pero con todo  y con eso de un grosor importante. La gente por supuesto me mira como si quisiera matarme porque se piensan que lo que quiero es colocarme delante para ver mejor la procesión. Algunos incluso me obstaculizan el paso sin recato hasta que les explico que lo que quiero es cruzar al otro lado.

Por fin consigo salir a la calle en cuestión, y ahí sí que me veo en una situación completamente surrealista. Estoy en medio de la procesión, y no puedo de ninguna manera tirar ni para un lado ni para el otro porque la calle es muy estrecha y la gente se apelotona a los lados sin que quepa un alfiler. La única solución es intentar avanzar entre los nazarenos. Con el miedo que me dan a mí esos tíos!!!! Sí, ya sé que son gente normal  y corriente con un capirote pero a mí de siempre me han provocado auténtico pavor, sobre todo los muy grandes, los que llevan esas cachiporras de hierro que como se mosqueen te pueden pegar un garrotazo que te matan fijo. Además el inquietante parecido del uniforme con el de los miembros del Ku Klux Klan tampoco es que sea muy tranquilizador. Para colmo, con la confusión no veo bien y termino pisando con mis tacones a un par de ellos, que me ponen a parir desde debajo de sus capuchas. Rezo para no pisar a alguno que vaya descalzo y que encima sea portador de uno de esos garrotes que tanto miedo me dan.

Sigo avanzando a duras penas entre los nazarenos hasta que por fin llego a un punto en el que es imposible continuar. Con el paso hemos topado. Un pedazo de armatoste que ocupa toda la calle y por el que ya sí que no puedo saltar ni salir por los lados ni nada, por mucho que me minimice al máximo. Estoy atrapada. Atrapada en una procesión. Diosssssss! Solo puedo hacer una cosa: ir de penitente detrás del paso.

Ay Virgen santa, cómo me he metido yo aquí? Rodeada de un montón de tías vestidas de mantilla rezando el rosario ahí me tienes a mí toda muerta de vergüenza detrás del santo, rezando yo también pero para que no me vea ningún conocido en tan poco airosa situación. Yo, una atea convencida y entusiasta, procesionando junto con una panda de beatas, deseando que la tierra se abra y me trague, o volverme invisible o cualquier cosa que me permita pasar desapercibida entre ellas. Porque además, como soy la única que desentona en la vestimenta, es casi imposible no reparar en mi presencia. Ay señorrrrr! Lo único que me faltaba es que un espontáneo saltara a cantar una saeta y la procesión se parara.

Cómo que lo único que te faltaba? A ti que no te falta de na, chiquita. Justo en el momento en el que lo estoy pensando oigo un vago quejío al otro lado del paso; un saetero o saetera (no sé el sexo porque con el jaleo de la gente y el bochorno que estoy pasando no oigo casi nada) se ha lanzado a echar un cante y, como era de temer, el paso inmediatamente se ha parado. Por mi parte otro quejío: Ayyyyyyy!!

Yo con la cabeza agachada, todo lo posible que se puede agachar una cabeza sin arrancártela de cuajo, imagino que con aspecto de estar rezando con devoción al santo al que estoy siguiendo ovejunamente junto con las damas de mantilla. Maldita sea mi suerte.

Al fin se ve que la saeta ha terminado porque el paso se ha puesto de nuevo en marcha y yo, junto con el resto de mis compañeras penitentes, también avanzo con él. Con incredulidad a la par que alivio observo que estamos llegando al punto en el que por fin podremos separarnos el paso y yo.

Sí, sí!! Y una mierrrrrda!! Cuando llego al cruce de la calle que tengo que tomar para bajar al punto de encuentro, topo con una valla y un montón de gente detrás taponando cualquier posible escapatoria. Desesperada miro para todos lados pero soy incapaz de ver  un sitio por donde salir. Es una puta pesadilla. Estoy acorralada; todo el centro es como un laberinto infernal del que es imposible escapar.

Pero se ve que mi ángel de la guarda vela por mí y ya ha considerado que mi calvario ha sido suficiente. Un amable policía se me acerca y viéndome tan desesperada, confusa, desorientada y al borde del llanto, me pregunta: Quieres salir?

- Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, por favooooooooooooooooooooooooooorrrrr!!!

Y ese ángel uniformado que se ha compadecido de mí abre levemente la valla, aparta un poco a la gente que se agolpa tras ella y me abre paso entre la multitud enfervorecida.

Por fin libreeeeeeeee!!!!

Juro que hubo momentos en los que creí que nunca lo conseguiría, que tendría que ir detrás del paso irremediablemente hasta que llegara a su templo y se recogiera. Quién sabe si no tendría incluso que dormir con él.

No volveré a ir al centro en toda la Semana Santa. Ni muerrrrrta.

Ahora entiendo perfectamente los artículos desesperados de Javier Marías despotricando enérgicamente año tras año contra estas fiestas y la toma absoluta y total de las calles por parte de las hermandades y cofradías y por su público entusiasta. Si ese pobre hombre vive en pleno centro es normal que sea imposible para él salir de su casa ni entrar en ella. Siempre cuenta que en su puerta se apelotona la gente de tal manera que se la taponan por completo. Es normal que se suba por las paredes. A mí esta odisea me ha pasado una vez, pero si tuviera que pasar por el mismo trance cada día para llegar a mi casa me volvería loca.

En fin, ha sido una experiencia acojonante que, una vez pasados el bochorno y el mal rato, he querido compartir con mis lectores. Porque además una de las cosas que me aliviaban un poco mientras estaba sumida en mi estación de penitencia involuntaria, era pensar en el momento en el que, ya libre y segura cual compresa con alas, me sentara tranquilamente a contar esto en el blog. Aparte de que, con la suerte que me caracteriza, es más que probable que alguno de vosotros me viera cuando iba de supuesta penitente en la procesión, y necesito dar una explicación medianamente coherente de mi presencia allí.

Queridos amigos, una y no más Santo Tomás. No me vuelven a ver el pelo fuera de mi barrio en todo el puente. Al santo que me tocó seguir pacientemente pongo por testigo. Virgencita virgencita, que me quede donde estoy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario