jueves, 28 de enero de 2021

Pongamos que hablo de...

He cambiado recientemente de lugar de trabajo. En general el cambio ha sido beneficioso. Estoy mucho más cerca de casa, por tanto he ganado mucho tiempo al no tener que perderlo en largos trayectos de un lado a otro, lo cual es un verdadero lujo que valoro muy positivamente. Además el sitio es bonito, acogedor, confortable, vamos, que mola. Pero claro, también hay algún que otro inconveniente. 

Ahora hago turnos, unas semanas estoy de mañana y otras de tarde. No me importa, incluso me gusta, pero todo el mundo que haya trabajado alguna vez haciendo turnos sabe que se produce cierto descontrol en los ritmos vitales. Se cambian las horas de comida, de sueño, de rutinas... También, por supuesto, se resiente el tránsito intestinal, sobre todo si ya de por sí es un tránsito irregular y poco dado a grandes alegrías.

Yo desde pequeña siempre he tendido al estreñimiento. Creo que ya he hablado alguna vez de este tema y he explicado de qué manera mi organismo reacciona al hecho de madrugar como algo antinatura. Cómo ese rechazo se refleja en una imposibilidad casi absoluta de ir al baño. Me he llegado a tirar la semana laboral entera, de lunes a viernes, in albis, y hasta el ansiado fin de semana nasti de plasti. Mi naturaleza es sabia pero hijaputa hasta ese punto. Sin embargo en los últimos años podría decirse que mi aparato digestivo y yo habíamos llegado a una especie de entente cordiale; no sé, como que mis hábitos saludables, mi alimentación y mis rutinas diarias favorecían una cierta regularidad. Y además, como en el sitio donde trabajaba anteriormente había un lugar confortable, calentito y relativamente tranquilo en el que me sentía cómoda, la cosa iba sobre ruedas. Prácticamente todos los días tenía mi hora feliz. Pues bien, todo lo que había avanzado en este aspecto se ha ido al traste con el traslado.

Para empezar el sitio nuevo es muy poco apropiado para estos menesteres. A ver si me explico. Los baños que corresponderían a mi puesto de trabajo están prácticamente al aire, y el tráfico de personas es constante. La puerta y las ventanas están abiertas de par en par, no sé si ahora por el tema de la pandemia o es que siempre ha sido así. El caso es que no se está precisamente a gustito en ellos. Desde el vestíbulo se escucha perfectamente todo lo que viene de los baños, puesto que están directamente conectados y ya digo que las puertas permanecen todo el tiempo abiertas.  En fin, que el concepto "intimidad" no estaba precisamente en la mente de quien quiera que fuese el que diseñó esta distribución de espacios demencial.

Por todo esto lo primero que hice al llegar fue una labor de exploración para localizar otros baños más amigables y menos concurridos. Mi puesto de trabajo da a un patio y me lo recorrí entero a la busca de ese lugar discreto, silencioso y apartado que cualquier persona más o menos normal precisa para realizar sus tareas fisiológicas. Tras mucho investigar conseguí localizar uno en un sótano que cumplía perfectamente con las características deseadas. Problema? Que se encontraba relativamente alejado y había que salir al patio y atravesarlo. Bueno, un paseíto tampoco viene mal, aunque con la rasca de estos días no es precisamente agradable. Pero en fin, qué no es una capaz de hacer por su tránsito intestinal?

No contaba yo con otro inconveniente inesperado: el guardia de seguridad. Un señor bastante parlanchín que se pasea constantemente por el patio y que tampoco parece tener como principal cualidad la discreción. 

La primera vez no daba crédito. Iba yo toda feliz, ufana, y satisfecha por el deber cumplido, como sólo puede ir una cuando se siente ligera, liviana, etérea..., y de repente escucho una voz en la lejanía. 

- Eeeeeeeeeh! 

Hossssstia! Será a mí? 

Miro para un lado, miro para otro... y allí que lo veo, en la otra punta del patio. Y sí, dirigiéndose a mí con ostensibles aspavientos. 

- Inmaaaaaaaaa, ónde vaaaaaaaaas?

Glupsssssss! 

Pero cómo puedo tener tan mala follá? 

Como tampoco es plan de ponerme a gritar ni tampoco de dar explicaciones, le saludo con la mano y sigo mi camino. Pero nada.

- Nenaaaaa, que ónde vas con este fríooooooooo?

Cáspitas! Albricias! Demonios! Hosssstia el tío! A que no me va a dejar en paz? A que al final le tengo que decir de dónde vengo? 

Aprieto el paso mientras hago como que no lo he oído y no vuelvo a respirar hasta que no he conseguido entrar en terreno seguro.

Y esto, queridos amigos, no ha sido una vez, ni dos, ni tres. Son toooooooooooodas las veces! No falla ni una. El tipo parece que esté todo el día apostado en una esquina esperando a verme pasar, camino del sitio de mi recreo.

Si ya de por sí madrugar es un handicap considerable para mi regularidad intestinal, ahora que tengo un entusiasta observador que no pierde detalle, cómo voy a conseguir convencer a mi organismo de que venza su pereza natural y cumpla con sus obligaciones? 

O dicho de otra manera: volverán las oscuras golondrinas de mi balcón sus nidos a colgar... alguna vez?


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