sábado, 15 de diciembre de 2018

Mi cara no me suena

No me di cuenta de que me había cambiado la cara hasta que volví a casa.

Es verdad que en el hospital me miraba en el espejo del baño y me veía la cara extraña, me encontraba un parecido inusitado con una amiga mía, muy delgada, pero pensaba que era por la iluminación. O también podía ser una ilusión óptica, producto de tantos días de reclusión, de dolor y de insomnio.

Los selfies me los hacía con gafas de sol así que tampoco me servían de referencia. Porque con media cara tapada por las gafas tampoco el cambio era ostensible. No fue hasta que no me miré en el espejo de mi baño en casa que no me di cuenta de la transformación. Que después se vio confirmada en selfies posteriores, ya despojada de gafas y otros artefactos de camuflaje.

Era una cara completamente distinta a aquélla con la que salí de casa. No era capaz de reconocerla como mía. No era una transformación brutal como la metamorfosis de Kafka, no me había vuelto un arácnido de repente, pero evidentemente ésa no era yo.

Todo había empezado unos 13 días antes. Había ingresado en el hospital para una operación en principio sencilla, una histerectomía, algo rutinario para cualquier profesional de la ginecología. La cosa no revestía gravedad y todo parecía ir bien; a los 3 días la evolución era favorable y recibí el alta. Bueno, pues si esto fue un viernes por la mañana, el sábado por la noche estaba en Urgencias con 39 de fiebre y me volvieron a ingresar.

A partir de ahí todo fue un sindiós. Empezaron a hacerme pruebas y vieron que el intestino no me funcionaba. Íleo paralítico, el nombre acojona, eh?  De repente dejé de ser persona para convertirme en ente susceptible de ser sometido a toda clase de guarradas médicas. Me dejaron de dar comida y me enchufaron alimentación intravenosa. Me pusieron una sonda nasogástrica, un tubo que sale por la nariz y que llega hasta el estómago. Sólo diré que no lo recomiendo para ir de fiesta.  Las venas se me colapsaban constantemente y había que cerrar unas vías para abrir otras. Era una pupa viva toda yo. Y finalmente, tras unos días de pruebas varias, extracciones de sangre diarias, transfusiones y puteo máximo me dijeron que tenía que volver al quirófano. Por lo visto en un TAC se había detectado un coágulo de sangre importante en la cavidad esa enorme que había quedado hueca y sospechaban que me estaba provocando infección y la parálisis del íleo.

Para que os hagáis una idea de mi fobia a los quirófanos os diré que lo primero que metí en mi bolsa para el hospital fue mi testamento vital junto con un paquete de cutters. Esto lo llevo por si me despierto de la anestesia dentro de una caja. Siempre he pedido a mi familia que si me meten en una caja lo hagan con un cutter o una navaja o algún instrumento cortante, por si me despierto dentro poder tomar una medida expeditiva e inmediata, o sea, rebanarme el pescuezo. Ése es el nivel de canguelo que yo llevo a los quirófanos, ya os podéis imaginar. Pues vale, no querías café? Toma tres tazas.

Antes de volver a entrar al quirófano me despedí de nuevo del mundo, mandé mensajes de amor eterno a mis seres queridos que no estaban presentes y recordé a mi familia dónde estaban mi testamento vital y los cutters. Y con ese ánimo entré a la nueva intervención.

Sorprendentemente para mí desperté. Parece que salir había salido, pero cómo?  Pues con unos cuantos más de tubos que con los que entré. Si ya llevaba una vía abierta en un brazo para la medicación y otra en el otro brazo para la alimentación intravenosa, más la sonda nasogástrica, ahora salí con todo eso más la consabida sonda en la vejiga y unos drenajes que salían de mi vientre a derecha e izquierda con sus correspondientes bolsitos de recogida de desechos. Un verdadero árbol de Navidad, sólo que en lugar de bolas me colgaban tubos y miasmas.

Si no hubiera estado tan jodida puede que me hubiera reído cuando mi médica me dijo tal que así:

- Hoy no pero mañana en cuanto te quiten la sonda de la vejiga te tienes que empezar a mover.

Cómo, hija, cómo? Cómo puede una moverse de esa guisa?

Pues oye, aunque parezca mentira... se puede. Se necesita ayuda pero se puede. Una puede llevar los bolsitos del drenaje en las manos casi con la misma gracia que si llevara unas carteras de Louis Vuitton. También al mismo tiempo se puede sujetar la sonda que sale de la nariz y llevar la bolsa de recogida de desechos metida en una bolsa algo menos repulsiva y más fashion. Y luego todos los cables de medicinas y papilla intravenosa colgados en uno de esos soportes que se usan en los hospitales para moverse. Es un poco lioso porque tienes que tener cuidado de no enredarte con los tubos y de que éstos no se enreden entre sí. Es complicado y requiere gran habilidad.

La ducha es otro pollo, pero no os preocupéis, os ahorraré detalles. En realidad todo, cualquier cosa que hagas en esa situación, es un mundo. Es verdad que luego cuando te van quitando cables poco a poco da mucha alegría. Pero es una alegría muy contenida porque nunca sabes si no te van a tener que enchufar todo otra vez.

No negaré que hubo noches, ayyyyy esas noches eternas de insomnio en los hospitales, en las que deseé morir.  Mientras las lágrimas corrían por mis mejillas pedía íntimamente a gritos silenciosos que me dejaran en paz, que no me metieran más cosas, que me dejaran morir tranquila. Bendita eutanasia!

En fin, por qué cuento todo esto? Pues porque las cosas se olvidan pero yo no quiero olvidar, yo quiero dejar constancia de todo ese sufrimiento, que no haya sido en balde, que forme parte de mi vida. La vida es lo bueno pero también lo malo, y sólo a través de lo malo se puede reconocer y apreciar lo bueno. Y éstos han sido algunos de los peores momentos de la mía y no podían dejar de estar presentes en este blog.

Aún no he salido completamente de este trance, y no las tengo todas conmigo. Ni siquiera sé cómo terminará esta historia porque aún pienso que en cualquier momento la pesadilla puede volver a empezar. Sigo con medicación, sigo con secuelas y sigo con dolor. Y sigo sin esos 5 kilos que perdí en 13 días. No está mal, eh? Pocas dietas pueden garantizar esos resultados.

Y también sigo sin reconocer mi cara en el espejo. Sé que esa cara desconocida que me mira no es sólo el resultado de los 5 kilos perdidos, es algo más. Es el reflejo de un intenso sufrimiento. Sólo perdiendo peso no salen ojeras ni te cambia la mirada. Sobre todo es eso lo que ha cambiado, los ojos. Es como si hubieran salido de un pozo muy profundo, y al ver la luz se hubieran asustado y quisieran esconderse, hundirse en sus cuencas. Aunque sonría, los ojos tienen esa expresión que a veces vemos en la tele en las personas que han salido de algún infierno personal. Pues mi mirada ahora es así, doliente, un poco asustadiza, como de animal herido. Como la de los perrillos maltratados, que están muertos de miedo.

Si todo evoluciona como debería de aquí a poco volveré a ser yo, y recuperaré el peso perdido y muy probablemente mi cara de siempre retornará. Pero ahí quedan esos selfies, esos ojos hundidos, y este testimonio doloroso y sincero. No quiero olvidarlo. Ni quiero olvidar que la vida también era esto.

Amigos, he vuelto.

3 comentarios:

  1. Afortunadamente nuestro cerebro es incapaz de evocar el dolor. Y esto de ahora pasará. Y volverás a disfrutar del sol en la piscina con esa promesa semisoleada para tus admiradores... Te esperamos, ansiosos (al menos yo).

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Ardaler.

      Espero que de aquí al verano ya haya superado mi actual aspecto de novia cadáver.

      Y qué coño, de hecho juraría que poco a poco mi cara ya me va sonando. Y hay unas fiestas navideñas a la vista, con sus polvorones, turrones y demás instrumentos de engorde. Daré buena cuenta de todos ellos.

      Eliminar