Andan los perfiles de guasaps de mis amigas llenos de eslóganes de este tipo: Quiero ser libre, no valiente; quiero correr sin miedo y no correr por miedo; nos queremos vivas, libres y sin miedo.
En fin, quién no suscribiría cualquiera de estos bonitos lemas? Nadie. Es evidente que las mujeres queremos ser libres y vivir sin miedo y correr y pasear alegremente sin ningún temor y sin que nos aceche ningún peligro. No sólo las mujeres, también los hombres, los niños, los ancianos... todo el mundo.
Esta reacción popular de indignación viene de un triste suceso que estos días ha conmocionado a la opinión pública: la violación y asesinato de una chica en un pueblo de la sierra de Huelva. Cada cierto tiempo ocurre un hecho violento de este tipo que viene a remover las tripas de todo el mundo y a recordarnos nuestra vulnerabilidad.
Yo entiendo todos estos eslóganes, de verdad. Y también entiendo la indignación de la gente. La propia chica asesinada había tuiteado algo así como que "nos enseñan a nosotras a tener miedo pero no enseñan a los monstruos a no serlo". A ver, entiendo todo esto, pero me gustaría saber, aparte del consabido derecho al pataleo que obviamente tenemos, de qué sirve.
Que las mujeres corremos más riesgos que los hombres es algo que todas sabemos. Además de poder pasarnos las mismas cosas malas que les pueden pasar a los tíos, a eso se añade que nos pueden violar. Por eso de toda la vida tomamos más precauciones, procuramos no volver solas a casa muy tarde, no meternos por sitios solitarios, huimos de la oscuridad... sí, llevamos un plus de miedo por la vida. Y lo llevamos porque sabemos que ese riesgo existe realmente y no queremos que nos pase nada. Que es injusto? Por supuesto. Es una putada que por ser mujer estemos expuestas a más riesgos que los hombres. La cuestión es... qué podemos hacer para evitarlo?
Por mucho que nos indignemos y protestemos y digamos que queremos salir a correr sin miedo (por cierto, todo esto surgió del bulo de que la chica asesinada había salido a correr por el campo, cosa que luego se ha demostrado incierta, pero en fin, eso es lo de menos), por mucho que chillemos y pataleemos, está en nuestra mano o en la de alguien evitar que nos podamos cruzar con un tarado que nos ataque, nos viole y nos mate?
Hay quien aprovecha estas cosas para clamar por políticas más contundentes contra la violencia de género, pero a mí me gustaría saber qué clase de política de género es capaz de evitar que sucedan estas cosas, que afortunadamente pasan muy pocas veces, aunque por la repercusión mediática que tienen da la sensación de que ocurren todos los días. Vamos, que si vives cerca de un chiflado de éstos o tienes la desgracia de cruzarte con él en algún momento de tu vida, quién puede librarte de su ataque? Quién podría haber evitado lo que le pasó a esta muchacha?
Y del mismo modo quién podría haber evitado lo que le pasó a Diana Quer, que fue interceptada una noche camino de su casa? O a la niña Mari Luz Cortés, que tuvo la desgracia de cruzarse con un pederasta en su camino a una tienda de chuches? En estos últimos casos sí habría habido una forma de evitarlo, porque tanto un asesino como el otro eran reincidentes, ya habían actuado antes y de hecho estaban libres por sendos errores judiciales. Pero en cualquier caso si es la primera vez que alguien comete un delito de este tipo es prácticamente imposible evitarlo.
Porque amigos, el mal existe, está ahí, es inevitable. Todos estamos de acuerdo en que es importante educar a los niños desde la más tierna infancia en valores de igualdad y de respeto, y eso no lo puede discutir nadie. Pero ninguna educación del mundo podrá evitar que haya una serie de sujetos enfermos o malvados o lo que sean que se sientan impulsados a agredir sexualmente a mujeres o a niños y que no sepan o puedan controlar esos impulsos. No existe el riesgo 0 ni va a existir nunca.
Ya he dicho otras veces que soy partidaria de la Prisión Permanente Revisable para este tipo de delincuentes, fundamentalmente violadores y pederastas reincidentes y difícilmente reinsertables. Puede que su primer delito no sea evitable pero los siguientes sí lo son, y creo que la sociedad tiene derecho a protegerse de esta clase de personas que, nos guste o no, existen. Pero ni la PPR ni miles de leyes contra la violencia de género ni nada podrá garantizar nunca ese riesgo 0 por el que claman todos esos eslóganes.
Por eso si tu padre o tu madre te dicen que no salgas a correr sola a las 11 de la noche no tienes que tomarlo como un comentario machista heteropatriarcal, sino como una advertencia de puro sentido común. Por eso hay muchas mujeres que prefieren correr en grupo y no son ni menos libres ni menos valientes. Son simplemente cautas.
Del mismo modo que no te montarías en un coche conducido por un borracho; del mismo modo que si tienes un vecino que tira cosas por la ventana no pasarías por debajo; del mismo modo que huyes de situaciones incómodas o violentas... igualmente no eres ni menos mujer ni menos libre si huyes del peligro. Huir del peligro es inherente al ser humano, y no pasa nada.
Los eslóganes son muy bonitos y están muy bien. Y por supuesto nadie te puede impedir si quieres salir a correr por un parque a las 3 de la madrugada que lo hagas. Si quieres enfrentarte a tus miedos y crees que no hacerlo coarta tu libertad, adelante, hazlo.
Pero preferiría que no fueras ni mi hija ni mi sobrina ni mi hermana ni mi amiga. Si fueras mi hija, mi sobrina, mi hermana o mi amiga me gustaría que no fueras por la vida de aguerrida adalid del feminismo y que salieras a correr por sitios luminosos a las 7 de la tarde, y si no puede ser, que al menos fueras acompañada.
Me gustaría que gritaras todos los eslóganes que te diera la gana pero que a la hora de la verdad hicieras lo que las tías venimos haciendo de toda la vida de Dios, o sea, andar con siete mil ojos por la calle, no meternos por sitios oscuros y solitarios y no fiarnos ni de nuestra sombra.
Yo te prefiero un poquito menos valiente pero sana y salva. Vale?
miércoles, 19 de diciembre de 2018
sábado, 15 de diciembre de 2018
Mi cara no me suena
No me di cuenta de que me había cambiado la cara hasta que volví a casa.
Es verdad que en el hospital me miraba en el espejo del baño y me veía la cara extraña, me encontraba un parecido inusitado con una amiga mía, muy delgada, pero pensaba que era por la iluminación. O también podía ser una ilusión óptica, producto de tantos días de reclusión, de dolor y de insomnio.
Los selfies me los hacía con gafas de sol así que tampoco me servían de referencia. Porque con media cara tapada por las gafas tampoco el cambio era ostensible. No fue hasta que no me miré en el espejo de mi baño en casa que no me di cuenta de la transformación. Que después se vio confirmada en selfies posteriores, ya despojada de gafas y otros artefactos de camuflaje.
Era una cara completamente distinta a aquélla con la que salí de casa. No era capaz de reconocerla como mía. No era una transformación brutal como la metamorfosis de Kafka, no me había vuelto un arácnido de repente, pero evidentemente ésa no era yo.
Todo había empezado unos 13 días antes. Había ingresado en el hospital para una operación en principio sencilla, una histerectomía, algo rutinario para cualquier profesional de la ginecología. La cosa no revestía gravedad y todo parecía ir bien; a los 3 días la evolución era favorable y recibí el alta. Bueno, pues si esto fue un viernes por la mañana, el sábado por la noche estaba en Urgencias con 39 de fiebre y me volvieron a ingresar.
A partir de ahí todo fue un sindiós. Empezaron a hacerme pruebas y vieron que el intestino no me funcionaba. Íleo paralítico, el nombre acojona, eh? De repente dejé de ser persona para convertirme en ente susceptible de ser sometido a toda clase de guarradas médicas. Me dejaron de dar comida y me enchufaron alimentación intravenosa. Me pusieron una sonda nasogástrica, un tubo que sale por la nariz y que llega hasta el estómago. Sólo diré que no lo recomiendo para ir de fiesta. Las venas se me colapsaban constantemente y había que cerrar unas vías para abrir otras. Era una pupa viva toda yo. Y finalmente, tras unos días de pruebas varias, extracciones de sangre diarias, transfusiones y puteo máximo me dijeron que tenía que volver al quirófano. Por lo visto en un TAC se había detectado un coágulo de sangre importante en la cavidad esa enorme que había quedado hueca y sospechaban que me estaba provocando infección y la parálisis del íleo.
Para que os hagáis una idea de mi fobia a los quirófanos os diré que lo primero que metí en mi bolsa para el hospital fue mi testamento vital junto con un paquete de cutters. Esto lo llevo por si me despierto de la anestesia dentro de una caja. Siempre he pedido a mi familia que si me meten en una caja lo hagan con un cutter o una navaja o algún instrumento cortante, por si me despierto dentro poder tomar una medida expeditiva e inmediata, o sea, rebanarme el pescuezo. Ése es el nivel de canguelo que yo llevo a los quirófanos, ya os podéis imaginar. Pues vale, no querías café? Toma tres tazas.
Antes de volver a entrar al quirófano me despedí de nuevo del mundo, mandé mensajes de amor eterno a mis seres queridos que no estaban presentes y recordé a mi familia dónde estaban mi testamento vital y los cutters. Y con ese ánimo entré a la nueva intervención.
Sorprendentemente para mí desperté. Parece que salir había salido, pero cómo? Pues con unos cuantos más de tubos que con los que entré. Si ya llevaba una vía abierta en un brazo para la medicación y otra en el otro brazo para la alimentación intravenosa, más la sonda nasogástrica, ahora salí con todo eso más la consabida sonda en la vejiga y unos drenajes que salían de mi vientre a derecha e izquierda con sus correspondientes bolsitos de recogida de desechos. Un verdadero árbol de Navidad, sólo que en lugar de bolas me colgaban tubos y miasmas.
Si no hubiera estado tan jodida puede que me hubiera reído cuando mi médica me dijo tal que así:
- Hoy no pero mañana en cuanto te quiten la sonda de la vejiga te tienes que empezar a mover.
Cómo, hija, cómo? Cómo puede una moverse de esa guisa?
Pues oye, aunque parezca mentira... se puede. Se necesita ayuda pero se puede. Una puede llevar los bolsitos del drenaje en las manos casi con la misma gracia que si llevara unas carteras de Louis Vuitton. También al mismo tiempo se puede sujetar la sonda que sale de la nariz y llevar la bolsa de recogida de desechos metida en una bolsa algo menos repulsiva y más fashion. Y luego todos los cables de medicinas y papilla intravenosa colgados en uno de esos soportes que se usan en los hospitales para moverse. Es un poco lioso porque tienes que tener cuidado de no enredarte con los tubos y de que éstos no se enreden entre sí. Es complicado y requiere gran habilidad.
La ducha es otro pollo, pero no os preocupéis, os ahorraré detalles. En realidad todo, cualquier cosa que hagas en esa situación, es un mundo. Es verdad que luego cuando te van quitando cables poco a poco da mucha alegría. Pero es una alegría muy contenida porque nunca sabes si no te van a tener que enchufar todo otra vez.
No negaré que hubo noches, ayyyyy esas noches eternas de insomnio en los hospitales, en las que deseé morir. Mientras las lágrimas corrían por mis mejillas pedía íntimamente a gritos silenciosos que me dejaran en paz, que no me metieran más cosas, que me dejaran morir tranquila. Bendita eutanasia!
En fin, por qué cuento todo esto? Pues porque las cosas se olvidan pero yo no quiero olvidar, yo quiero dejar constancia de todo ese sufrimiento, que no haya sido en balde, que forme parte de mi vida. La vida es lo bueno pero también lo malo, y sólo a través de lo malo se puede reconocer y apreciar lo bueno. Y éstos han sido algunos de los peores momentos de la mía y no podían dejar de estar presentes en este blog.
Aún no he salido completamente de este trance, y no las tengo todas conmigo. Ni siquiera sé cómo terminará esta historia porque aún pienso que en cualquier momento la pesadilla puede volver a empezar. Sigo con medicación, sigo con secuelas y sigo con dolor. Y sigo sin esos 5 kilos que perdí en 13 días. No está mal, eh? Pocas dietas pueden garantizar esos resultados.
Y también sigo sin reconocer mi cara en el espejo. Sé que esa cara desconocida que me mira no es sólo el resultado de los 5 kilos perdidos, es algo más. Es el reflejo de un intenso sufrimiento. Sólo perdiendo peso no salen ojeras ni te cambia la mirada. Sobre todo es eso lo que ha cambiado, los ojos. Es como si hubieran salido de un pozo muy profundo, y al ver la luz se hubieran asustado y quisieran esconderse, hundirse en sus cuencas. Aunque sonría, los ojos tienen esa expresión que a veces vemos en la tele en las personas que han salido de algún infierno personal. Pues mi mirada ahora es así, doliente, un poco asustadiza, como de animal herido. Como la de los perrillos maltratados, que están muertos de miedo.
Si todo evoluciona como debería de aquí a poco volveré a ser yo, y recuperaré el peso perdido y muy probablemente mi cara de siempre retornará. Pero ahí quedan esos selfies, esos ojos hundidos, y este testimonio doloroso y sincero. No quiero olvidarlo. Ni quiero olvidar que la vida también era esto.
Amigos, he vuelto.
Es verdad que en el hospital me miraba en el espejo del baño y me veía la cara extraña, me encontraba un parecido inusitado con una amiga mía, muy delgada, pero pensaba que era por la iluminación. O también podía ser una ilusión óptica, producto de tantos días de reclusión, de dolor y de insomnio.
Los selfies me los hacía con gafas de sol así que tampoco me servían de referencia. Porque con media cara tapada por las gafas tampoco el cambio era ostensible. No fue hasta que no me miré en el espejo de mi baño en casa que no me di cuenta de la transformación. Que después se vio confirmada en selfies posteriores, ya despojada de gafas y otros artefactos de camuflaje.
Era una cara completamente distinta a aquélla con la que salí de casa. No era capaz de reconocerla como mía. No era una transformación brutal como la metamorfosis de Kafka, no me había vuelto un arácnido de repente, pero evidentemente ésa no era yo.
Todo había empezado unos 13 días antes. Había ingresado en el hospital para una operación en principio sencilla, una histerectomía, algo rutinario para cualquier profesional de la ginecología. La cosa no revestía gravedad y todo parecía ir bien; a los 3 días la evolución era favorable y recibí el alta. Bueno, pues si esto fue un viernes por la mañana, el sábado por la noche estaba en Urgencias con 39 de fiebre y me volvieron a ingresar.
A partir de ahí todo fue un sindiós. Empezaron a hacerme pruebas y vieron que el intestino no me funcionaba. Íleo paralítico, el nombre acojona, eh? De repente dejé de ser persona para convertirme en ente susceptible de ser sometido a toda clase de guarradas médicas. Me dejaron de dar comida y me enchufaron alimentación intravenosa. Me pusieron una sonda nasogástrica, un tubo que sale por la nariz y que llega hasta el estómago. Sólo diré que no lo recomiendo para ir de fiesta. Las venas se me colapsaban constantemente y había que cerrar unas vías para abrir otras. Era una pupa viva toda yo. Y finalmente, tras unos días de pruebas varias, extracciones de sangre diarias, transfusiones y puteo máximo me dijeron que tenía que volver al quirófano. Por lo visto en un TAC se había detectado un coágulo de sangre importante en la cavidad esa enorme que había quedado hueca y sospechaban que me estaba provocando infección y la parálisis del íleo.
Para que os hagáis una idea de mi fobia a los quirófanos os diré que lo primero que metí en mi bolsa para el hospital fue mi testamento vital junto con un paquete de cutters. Esto lo llevo por si me despierto de la anestesia dentro de una caja. Siempre he pedido a mi familia que si me meten en una caja lo hagan con un cutter o una navaja o algún instrumento cortante, por si me despierto dentro poder tomar una medida expeditiva e inmediata, o sea, rebanarme el pescuezo. Ése es el nivel de canguelo que yo llevo a los quirófanos, ya os podéis imaginar. Pues vale, no querías café? Toma tres tazas.
Antes de volver a entrar al quirófano me despedí de nuevo del mundo, mandé mensajes de amor eterno a mis seres queridos que no estaban presentes y recordé a mi familia dónde estaban mi testamento vital y los cutters. Y con ese ánimo entré a la nueva intervención.
Sorprendentemente para mí desperté. Parece que salir había salido, pero cómo? Pues con unos cuantos más de tubos que con los que entré. Si ya llevaba una vía abierta en un brazo para la medicación y otra en el otro brazo para la alimentación intravenosa, más la sonda nasogástrica, ahora salí con todo eso más la consabida sonda en la vejiga y unos drenajes que salían de mi vientre a derecha e izquierda con sus correspondientes bolsitos de recogida de desechos. Un verdadero árbol de Navidad, sólo que en lugar de bolas me colgaban tubos y miasmas.
Si no hubiera estado tan jodida puede que me hubiera reído cuando mi médica me dijo tal que así:
- Hoy no pero mañana en cuanto te quiten la sonda de la vejiga te tienes que empezar a mover.
Cómo, hija, cómo? Cómo puede una moverse de esa guisa?
Pues oye, aunque parezca mentira... se puede. Se necesita ayuda pero se puede. Una puede llevar los bolsitos del drenaje en las manos casi con la misma gracia que si llevara unas carteras de Louis Vuitton. También al mismo tiempo se puede sujetar la sonda que sale de la nariz y llevar la bolsa de recogida de desechos metida en una bolsa algo menos repulsiva y más fashion. Y luego todos los cables de medicinas y papilla intravenosa colgados en uno de esos soportes que se usan en los hospitales para moverse. Es un poco lioso porque tienes que tener cuidado de no enredarte con los tubos y de que éstos no se enreden entre sí. Es complicado y requiere gran habilidad.
La ducha es otro pollo, pero no os preocupéis, os ahorraré detalles. En realidad todo, cualquier cosa que hagas en esa situación, es un mundo. Es verdad que luego cuando te van quitando cables poco a poco da mucha alegría. Pero es una alegría muy contenida porque nunca sabes si no te van a tener que enchufar todo otra vez.
No negaré que hubo noches, ayyyyy esas noches eternas de insomnio en los hospitales, en las que deseé morir. Mientras las lágrimas corrían por mis mejillas pedía íntimamente a gritos silenciosos que me dejaran en paz, que no me metieran más cosas, que me dejaran morir tranquila. Bendita eutanasia!
En fin, por qué cuento todo esto? Pues porque las cosas se olvidan pero yo no quiero olvidar, yo quiero dejar constancia de todo ese sufrimiento, que no haya sido en balde, que forme parte de mi vida. La vida es lo bueno pero también lo malo, y sólo a través de lo malo se puede reconocer y apreciar lo bueno. Y éstos han sido algunos de los peores momentos de la mía y no podían dejar de estar presentes en este blog.
Aún no he salido completamente de este trance, y no las tengo todas conmigo. Ni siquiera sé cómo terminará esta historia porque aún pienso que en cualquier momento la pesadilla puede volver a empezar. Sigo con medicación, sigo con secuelas y sigo con dolor. Y sigo sin esos 5 kilos que perdí en 13 días. No está mal, eh? Pocas dietas pueden garantizar esos resultados.
Y también sigo sin reconocer mi cara en el espejo. Sé que esa cara desconocida que me mira no es sólo el resultado de los 5 kilos perdidos, es algo más. Es el reflejo de un intenso sufrimiento. Sólo perdiendo peso no salen ojeras ni te cambia la mirada. Sobre todo es eso lo que ha cambiado, los ojos. Es como si hubieran salido de un pozo muy profundo, y al ver la luz se hubieran asustado y quisieran esconderse, hundirse en sus cuencas. Aunque sonría, los ojos tienen esa expresión que a veces vemos en la tele en las personas que han salido de algún infierno personal. Pues mi mirada ahora es así, doliente, un poco asustadiza, como de animal herido. Como la de los perrillos maltratados, que están muertos de miedo.
Si todo evoluciona como debería de aquí a poco volveré a ser yo, y recuperaré el peso perdido y muy probablemente mi cara de siempre retornará. Pero ahí quedan esos selfies, esos ojos hundidos, y este testimonio doloroso y sincero. No quiero olvidarlo. Ni quiero olvidar que la vida también era esto.
Amigos, he vuelto.
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