Tengo que empezar esta disertación diciendo que yo soy una firme partidaria del matrimonio por conveniencia. De hecho, no entiendo ni nunca he entendido el matrimonio por amor, ni mucho menos el entusiasmo con el que la mayoría de la gente se acoge a semejante aberración. Y para muestra un botón: qué pasó en las monarquías europeas desde que sus miembros empezaron a empeñarse en casarse por amor? A la vista está: las de Mónaco, los Urdangarines, los Marichalares... Para qué decir más?
El matrimonio por amor está destinado al fracaso por fuerza. Una unión con ánimo de durabilidad no puede basarse en un sentimiento tan arbitrario y volátil como el amor, o si se lleva a cabo será fuente de tremendos sufrimientos vitales para los contrayentes. No hay más que ver la facilidad con la que la gente se enamora y se desenamora constantemente y la cantidad de conflictos sentimentales que padece el común de los mortales: que si he tenido un flechazo, que si estoy que no vivo, que si ya no sé si te quiero, que si se me cruza otro que me gusta, que si me aburro contigo, que si me pones los cuernos, que si te los pongo yo, que si me dejas, que si te dejo… Mira, qué coñazo! Si hay un sentimiento en el mundo realmente plasta es el amor. Y que no tengas una amiga o un amigo enamoradizo que te esté dando la vara todo el día, que ya puedes comprarte una pistola y suicidarte.
Claro, con tanto vaivén emocional no es de extrañar la cantidad de divorcios que se producen. Y esto no tendría la menor importancia si no fuera por la parafernalia que todo matrimonio lleva consigo, que si la hipoteca, que si los muebles, que si los coches, que si los libros, que si los amigos, que si el perro…, y sobre todo, el elemento más problemático, los hijos. Es una verdadera hecatombe vital, hecatombe que podría haberse evitado perfectamente con el sistema tradicional de toda la vida, el matrimonio de conveniencia.
Conste que cuando digo “conveniencia” no me refiero a conveniencia dictada por los padres o por intereses materiales de cualquier tipo, no. La conveniencia la tiene que determinar uno mismo de forma selectiva, esto es eligiendo a la persona que le parezca por sus cualidades idóneas para compartir la vida y para formar una familia con ciertas garantías de éxito y perdurabilidad. Lo fundamental para esto es que en ningún momento se mezcle el amor en el proceso selectivo; éste sería el mayor desastre.
La conveniencia económica tampoco es incompatible; es un factor a tener en cuenta en la elección, aunque no el único. La persona idónea para formar una familia debe gozar de equibilibrio psicológico, estabilidad emocional, flexibilidad de carácter, apertura de mente, espíritu de trabajo y colaboración y por supuesto unos recursos económicos propios. Los vagos, los inestables, los pirados, los egocéntricos, los caraduras, los cascarrabias, los individualistas y los caóticos no son personas aptas para el matrimonio, lo que no significa que no lo sean para otras modalidades de relación extraconyugal, que yo ahí ni entro ni salgo.
También es importante compartir aficiones y tener personalidades compatibles. No es totalmente imprescindible tener en común todos los hobbies pero sí los fundamentales para una convivencia tranquila y pacífica. Hay aficiones que no son conflictivas. Por ejemplo, un matrimonio entre una persona aficionada a los viajes y otra básicamente sedentaria y poco amiga de la movilidad espacial puede ser un rotundo éxito siempre y cuando los cónyuges estén de acuerdo en pasar las vacaciones cada cual por su cuenta. Éste es uno de los casos en los que el factor amor puede ser radicalmente letal puesto que la mayoría de la gente cuando se encuentra en ese estado de enajenación pretende que la pareja le acompañe constantemente, incluso fuera de toda lógica.
El amor es, en definitiva, un elemento distorsionador de realidades que, en el mejor de los casos, deja a la gente profundamente incapacitada para los más elementales procesos racionales. Bajo su influjo las personas pierden muchas de sus habilidades mentales, y desde luego no es el sentimiento más indicado para tomar decisiones de calado importante o de envergadura vital, como las de contraer matrimonio, adquirir una vivienda en propiedad o tener un hijo.
Por tanto, el matrimonio para aquéllos que se lo tomen con seriedad y responsabilidad, tiene que regirse por otros criterios mucho más solventes y fiables. Sólo las personas que tengan estas sencillas recomendaciones en cuenta pueden afrontar la aventura matrimonial con ciertas garantías y con la tranquilidad de que se han puesto todos los medios a su alcance para la consecución de un final feliz.