Por motivos que no vienen al caso (y aunque vinieran tampoco os los iba a contar, so chismosos) estoy aprendiendo a cocinar. Sí, qué pasa. Yo siempre he sido una intelectual, una persona dedicada a la vida contemplativa y reflexiva, y este tipo de cuestiones nunca me habían interesado, y la verdad es que seguirían sin interesarme si no fuera por razones de estricta supervivencia. Y así es como, a los casi 50 aquí estoy, iniciándome en las artes culinarias, con el escaso éxito que a continuación paso a relatar.
En fin, como ya he dicho, yo nunca he sido muy aficionada a la cocina (aunque sí al buen comer) y, ayyyy, señor, ingenua de mí, esperaba poder atravesar mi recorrido vital sin aprender a cocinar nunca, confiada en que de mi madre cocinera saltaría a mi marido y de ahí a mis hijos, alguno de los cuales me saldría fijo aficionado a las artes culinarias y me salvaría de tener que meterme yo en los fogones... y luego a la vejez, si es que llegaba (cosa muy poco probable teniendo en cuenta mis antecedentes familiares) tenía pensado apuntarme a algún menú diario de éstos que ofertan muchos servicios de catering... total, que mi intención era llegar a la tumba virgen y pura en el aspecto fogonero.
Y he estado a puntito a puntito de conseguirlo, pero ayyyyy, la mujer propone y el destino dispone. La cosa es que mis optimistas planes de practicar el parasitismo gastronómico durante toda la vida hasta el mismo día de mi muerte se han ido al carajo, y aquí estoy, metida en faena, padeciendo las penosas consecuencias de mi reconocida ignorancia en este campo.
Lo primero que pensé fue montar un equipo de cocina en casa, confieso que para escaquearme lo máximo posible. Y así, puse a uno de mis hijos de encargado de pelar patatas; a otro lo nombré experto en freír huevos; y a la mayor, como es la que muestra más presencia de ánimo para tareas organizativas, la puse a decidir menús y a encargarse de la compra.
El de las patatas ha funcionado más o menos bien; el de los huevos fritos también, aunque no parezcan huevos fritos a simple vista, sino que en apariencia son algo confuso de difícil descripción; pero luego, cuando los pruebas sí se nota que son huevos fritos, aunque no se puedan mojar sopas porque no hay yema visible donde mojarlas. En fin, el chiquillo pone toda su mejor intención, y a fin de cuentas son huevos fritos. Ya con el tiempo irá mejorando la cuestión estética.
Lo de la organización falló de entrada porque en el planning de mi primogénita no entraba el cuchareo ni de casualidad. Todo era a base de pasta, básicamente pasta, mucha pasta... y de vez en cuando algún día otra cosa para sustituir a la pasta, por ejemplo arroz congelado del Mercadona del de 1 minuto en el microondas. En fin, hidratos de carbono tutiplén, que es nuestra especialidad, pero las legumbres, pescado, carnes y verduras como que brillaban por su ausencia. Y bueno, hasta yo misma, que soy una gran aficionada a la cocina italiana (y a la china y a la hindú y a la española incluso... en realidad a todas, siempre y cuando no tenga que cocinar yo), reconocí que no me parecía un menú demasiado saludable. Lo siento, Julia, pero es así. Tú eres una fiera en casi todo, pero ahí no estuviste muy acertada, las cosas como son.
En definitiva, de momento el equipo de cocina ha funcionado más bien poco porque afortunadamente algunas personas se han compadecido de nuestra bisoñez en este terreno y nos han ido pasando tuppers de gominolas y otras exquisiteces para alimentarnos, pero hemos tenido unas cuantas experiencias que me gustaría compartir con mi fiel y escaso público. Ahí van:
El primer día que puse a funcionar al equipo decidimos hacer pulpo a la gallega y me dispuse a descongelar un cacho de pulpo que tenía en el congelador. Todo perfecto. Puse al pelapatatas a lo suyo, yo las partí y las cociné en el microondas, y cuando fui a incorporar el pulpo... lavirrrgen, resultó que no era pulpo. Era una morcilla!!!!! Una morcilla que estaba ahí para echarla a las lentejas. Oye, tú, sin cachondeos, que congelada la morcilla parecía pulpo. Lo juro, que me muera ahora mismo.
Otro día decidí hacer arroz. El sofrito lo tenia congelado, así que lo descongelé... y bingoooooo!!!! Esta vez había acertado, era sofrito para el arroz y no otra cosa. Así pues procedí y seguí religiosamente las instrucciones que me habían dado y eché el sofrito en la perola, y luego el arroz con los vasitos de agua correspondientes. Eché un kilo entero porque pensé que estos niños, con tanto deporte y tanto crecimiento, tienen mucho desgaste y necesitan comer un montón y más vale pasarse que quedarse corta. Total, que a partir de echar el arroz toda mi preocupación fue que los granos de arroz no quedaran duros ni demasiado blandos, así que me tiré todo el rato probando granitos y ajustando la temperatura y el agua para que me salieran perfectos. Y me salieron. Diiiiiiigo! Estaban en su punto que te cagas... Pero con tanto entusiasmo olvidé la sal.
En fin, hubo que tirar casi todo el arroz, aunque tengo que decir que los chiquillos se comieron cada uno un platito, con una carita que de verdad, daba pena. "Mamá, te ha salido bueno, lo que pasa es que no sabe a nada". En fin, en un acto de valentía inaudito, tiré todo lo que quedó, porque no era plan de hacerles pasar otra vez por el duro trance. Yo no tuve valor de probarlo.
Hoy, en otro acto de arrojo sin precedentes, había decidido volver a probar con el pulpo, y había descongelado otro pedazo de pulpo que tenía en el congelador metido en plasticuchi de ésos de congelar, por supuesto asegurándome previamente de que no fuera morcilla. Incluso me aseguré de que tampoco fuera chorizo, para descartar el máximo de errores posibles. Estuve estudiando el color con un montón de detenimiento y lo vi claro: morcilla no era. Y efectivamente, no era morcilla; ni era chorizo. Esta vez... eran calamares!!!!!
Y claro, yo con mis patatas ya cocinadas y perfectamente dispuestas en los platos, saco mi presunto pulpo de la nevera y me dispongo a cortarlo con las tijeras para ponerlo con las patatitas, el pimentón y el aceitito... agarro mis tijeras y cojo el pulpo y me digo yo a mí misma: "Qué pulpo más raro, yo juraría que el último pulpo que vi no se parecía a esto". Porque sí, el color era el mismo, y esto también tenía patitas, pero no tenía los borococos del pulpo y además al cortarlo con las tijeras había agujeros en mitad de la carne y eso no pasa con el pulpo; el pulpo es todo carne sin agujeros en el centro, como sabe todo el que haya comido pulpo alguna vez.
Y entonces pensé: "Hosssstia, mecagoentó, esto no es pulpo, esto parece calamares". Por lo menos al cortarlo con las tijeras tenía toda la pinta de los calamares, y las patitas eran como las patitas de los calamares. Y me dije: "virgen santa, ahora qué hago". Podría hacer como si no me hubiera dado cuenta y cocinarlo igual que el pulpo. Y que sea lo que Dios quiera. Pero luego consulté por el guasap con algunos expertos en pulpología y todos me lo desaconsejaron. No, los calamares no deben cocinarse como el pulpo a feira, deben ponerse o fritos o a la plancha. Luego mi hermana me dijo que estaban muy buenos friendo unos ajitos y luego echando los calamares, y decidí hacerlos así.
En fin, que me puse a ello con toda la ilusión del mundo. Pero ay diossss, otra vez volví a olvidar lo de la sal; porque me preocupaba muchísimo la textura de los calamares, que no se quedaran duros y eso. Y me había puesto la sal al lado para que no se me olvidara, pero nada, como si no estuviera; yo veía el bote y pensaba que era un tarro más que luego tendría que recoger. Vamos, que no me di ni cuenta de que era la sal y de que debería de echar sal a los calamares.
Total, que al final le dije a uno de los niños que lo probara, y lo masticó con gesto un poco raro, que yo me dí cuenta perfectamente de que mucho no le había gustado, pero el chiquillo, que se ve que ha salido buena persona, me dijo: "Está rico, mamá". Y yo, que no soy tonta del todo y vi meridianamente claro que el pobre no sabía cómo tragarse aquello, le dije: "Prueba a echarte patatitas, igual sabe mejor". Y así se lo han comido todos, los tres, y además me han dicho que con las patatas están bueníiiiiisimos los calamares (aunque algunas patatas están un poco duras, mamá). Madre mía, qué niños más buenos tengo, la verdad es que no me los merezco.
Y ahora aquí estoy yo escribiendo todo este rollo porque la verdad, no sé cómo afrontar el terrible momento de meterme los calamares en la boca. Yo, que he sido siempre supersibarita y sólo comía exquisiteces, y prefería mil veces no comer antes de meterme cualquier porquería en la boca... madre mía, cómo me trago yo esto ahora. Y aquí los tengo delante. Y si les echo tomate frito o salsa barbacoa o algo? Y si me tapo la nariz, como cuando mi madre me metía de pequeña los garbanzos en la boca?
Ayyyyyy, señorrrr! Bueno, que eso, que si de repente empezáis a verme algo más flaca que de costumbre no os preocupéis, que no me he vuelto anoréxica ni nada de eso. Es simplemente que estoy pasando un poquito de hambre.
Ps. Al final he probado los calamares y no he sido capaz. No tengo cuerpo. He encontrado al fondo de la nevera una hamburguesa con sabor a pinchitos y me he tirado al barro. Voy a dejar los calamares que quedan para alguno de los niños, que cuando tienen hambre se comen a dios por los pies las criaturas.
Ps2. He pensado usar al Manolo en el futuro para que pruebe mis comidas antes de dárselas a mis hijos, como hacían los reyes antiguos con sus esclavos, pero al cabrón le he puesto los calamares, los ha olisqueado y ha pasado como de la mierda. Joder con el puto perro, lo delicaíto que ha salido!