martes, 15 de diciembre de 2020

Luces

Este año me he vuelto loca. He puesto mi casa que parece una feria. Luces por aquí, luces por allá, no queda un rincón sin decorar y sin iluminar. Tal ha sido mi obsesión por el alumbrado navideño que he contagiado a toda la familia, que se ha lanzado en tropel a la caza y captura de luces de todos los colores, formas y tamaños.

No sé, no sabría explicar qué bicho me ha picado. Pero de repente cuando salgo a la calle, esa calle vacía por la noche, sin luces de bares y comercios, que da hasta miedo pasear por ella, voy dando gracias íntimamente a todos aquellos que se han molestado en poner alumbrado exterior en sus casas y contribuyen con ello a alegrar esas vías tristes y solitarias que me recuerdan que ésta no es una Navidad como cualquier otra. La falta de ambiente navideño en el barrio necesito suplirla con el del calor de los hogares.

Voy mirando las ventanas de mis vecinos buscando desesperadamente esas luces, y me hago amiga del alma de todos los que han decorado sus balcones y terrazas. Me confortan, alegran mis paseos perrunos,  esa rutina de obligado cumplimiento para los que tenemos mascotas caninas. Me siento como la cerillera del cuento, que miraba por las ventanas para sentir el calor de las chimeneas y estufas desde el frío asfalto. La ruta meatoria de mi perra está marcada por esas luces, que son como mi estrella de Oriente. Las voy siguiendo en mi paseo y la Bimba se va meando en todos los arbolitos que encontramos en nuestro recorrido. Y mientras ella va dejando su correspondiente rastro yo miro obnubilada las bombillas de colores, que se encienden y se apagan formando diferentes dibujos luminosos. Y sí, le doy gracias a quien las haya puesto, con el convencimiento de que lo ha hecho para alegrarme la vida.

Ése es el motivo por el que yo también he decorado mi casa en un estilo a medio camino entre el Corte Inglés, el Mouline Rouge y el puticlub Las Vegas. Intento contribuir a esa fiesta de color y al mismo tiempo devolver el favor. Me hace ilusión pensar que cuando otras personas pasean y ven a lo lejos las luces de mi casa es un poco como si las invitara a pasar, a sentarse en mi sofá y a tomar algo calentito. Siento que algunas se quedarán, igual que hago yo, mirando e intentando adivinar quién vive ahí, cuántos somos, qué estaremos haciendo.

En realidad mi faceta de pequeña cerillera viene de lejos; siempre me ha gustado mucho curiosear los interiores de las casas. Pero ha sido ahora, con la pandemia, cuando esa afición se ha convertido en pasión. Y es ahora, en Navidad, cuando esa pasión se ha traducido en una locura psicodélica. Quiero luces luces luces por todas partes, quiero noches rabiosas de guiños luminosos.

No termino de entender el pastizal que se han gastado muchos ayuntamientos en iluminar las calles del centro. No se trataba este año de evitar al máximo las aglomeraciones? No se trataba de no incitar a la gente a que se concentrara en los mismos sitios? A qué viene ese derroche lumínico demencial, esa invitación al desenfreno comercial? Mucho limitar los horarios y los aforos de bares y restaurantes hasta extremos insoportables para los hosteleros,  pero luego venga luces y luces para que la gente vaya a amogollonarse en tres calles del centro. Pero en manos de qué capullos estamos?

Yo, en lugar de ese gasto gilipollesco e inútil, este año habría invitado a que fueran los propios ciudadanos los que se encargaran de engalanar sus ventanas, balcones y terrazas. Que el alumbrado navideño fuera de dentro afuera por una vez. Os imagináis cada edificio iluminado por los vecinos que viven en él? Con la personalidad de cada cual, unas de colores varios, otras azules, otras blancas, unas fijas, otras intermitentes, unas con forma de árbol, otras de estrella, otras de cortina, de portal de Belén.... un decorado multiforme, multicolor, multidimensional. Toda la ciudad vestida de Navidad por sus habitantes, cada uno poniendo su granito de arena, su bombillita, su punto de luz.

Éste no ha sido un año normal para nadie; ha sido un año inolvidable (aunque muchos quisieran olvidarlo). Hemos vivido una experiencia que nunca habíamos imaginado. Me parece una locura que en un año así haya quien quiera que todo se haga igual que siempre. Y del mismo modo que durante el confinamiento convertimos nuestros balcones en lugares de encuentro, que bailábamos y cantábamos en ellos, y aplaudíamos cada tarde a los sanitarios, ahora, en Navidad, deberíamos hacer que todo el protagonismo volviera a ellos.

Lástima que no se le haya ocurrido esta idea a ninguno de nuestros próceres. Triste que se me haya ocurrido a mí, que tengo el mismo ámbito de influencia que una pulga. Pero no sería lo más lógico? Incluso lo más bonito? Que por una vez recayera sobre nosotros ese esfuerzo por alegrarnos la vida mutuamente? No os gustaría pasear por vuestro barrio y ver unas luces que, para variar, no tuvieran el propósito de animarnos al consumo y al jolgorio, sino al recogimiento y a buscar el calor de hogar?

No sé, puede que yo sea muy friki (bueno, vale, lo soy), pero creo que este año era lo que pegaba. Es lo que pega. Pega que nos animemos a nosotros mismos y que nos comuniquemos a través de nuestro alumbrado hogareño. Que chillemos, lloremos o cantemos mediante nuestros juegos de luces.

Venga, no os cortéis! En Internet encontraréis todo tipo de artilugios que se encienden y se apagan. Con baterías, con energía solar, con enchufes. Resistentes a la lluvia, a la nieve, a huracanes, tsunamis y pandemias. Por favor, llenad las calles de luz. Entregaos al frikismo navideño. Sin pudor, a saco. La ciudad es vuestra.