domingo, 30 de noviembre de 2014

Historia de unos ojos

Algunos tal vez recordaréis un post que escribí hace unos años en el que contaba las aventuras y desventuras de mis sufridas tetas. "Historia de unas tetas", titulé aquel relato de mis desgracias mamarias. La verdad es que en su momento obtuvo bastante éxito e incluso llegó a tener repercusión fuera del ámbito de mis lectores habituales, que, como ya sabéis, sois cuatro o cinco. Pues bien, hoy he decidido que le ha tocado el turno a los otros dos grandes perjudicados de mis maltrechas hechuras, mis ojos, una historia casi tan truculenta como la de las tetas pero que transcurre un poco más arriba. Advierto que el post es largo, así que os recomiendo que no lo leáis del tirón sino que os lo dosifiquéis convenientemente.

Puede que algunos de los que me conocéis en persona aunque no íntimamente os hayáis dado cuenta de que con frecuencia paso por vuestro lado y no os digo ni mu; es posible que incluso hayáis llegado a pensar que soy una estúpida de tomo y lomo. Bueno, pues independientemente de que pueda serlo en efecto, no es que no os salude por ser estúpida ni antipática (que ya digo que puede que lo sea) sino porque no os veo. Simple y llanamente.

Y vosotros diréis: bueno, tía, y por qué no te pones unas gafas para ir por ahí? Y yo os contesto: porque no me da la gana. Y es aquí donde viene la explicación y para ello es necesario que conozcáis la historia completa de mis ojos, incluso remontándonos a mis ancestros, de los que obviamente he heredado estos dos torpes luceros.

Mi fobia a las gafas se remonta a la niñez. Mi madre, que era una mujer muuuuy guapa, tenía más de 20 dioptrías de miopía en cada ojo. Yo siempre he identificado las gafas con la fealdad porque mi hermosa mamá cuando se ponía las suyas pasaba de ser la bella dama que realmente era a convertirse en una mezcla de Rompetechos y señor Barragán de escaso atractivo. La transformación era espectacular; tan es así que una vez que se puso a llover de sopetón y tuvo que bajar a prisa y corriendo a recogernos a la guardería a mis hermanos y a mí y no le dio tiempo a ponerse las lentillas, nuestra profesora no la reconoció, y cuando por fin se dio cuenta de quién era le espetó tal que así: "Juanita, por Diosss, está usted irreconocible. Haga el favor de no volver a ponerse esas gafas nunca, que no parece ni usted". Sí, amigos, se lo dijo con ese tacto y esa sensibilidad que algunas personas tienen para decir ciertas cosas. Vamos, como si Juanita fuera lady Gaga y llevara esas gafas por gusto y no por las 24 dioptrías con las que la naturaleza la había obsequiado.

Muchas veces recordó mi madre esa anécdota a lo largo de su vida, y siempre que lo hacía nos contaba cómo había llorado amargamente al llegar a casa, después de haber escuchado las "delicadas" palabras de aquella sutil profesora.

Yo heredé de mi madre, junto con su propensión a la ceguera, la fobia a las gafas como complemento infernal. En realidad yo he sido la heredera universal de todos los males de mi madre, al menos los referidos a tetas y ojos (espero sinceramente que la herencia se reduzca a eso porque la pobre tuvo que pasar en su vida por otros trances todavía peores que a mí me gustaría ahorrarme, si fuera posible).

Pues bien, como os iba contando, yo heredé esa fobia, tanto más porque cada año en la revisión del oculista cuando no me había subido una dioptría era que me habían subido dos. La visita anual al oculista era para mí una gran pesadilla porque veía de qué manera la miopía progresiva de mi madre, de sus tres herederos había decidido dejármela en exclusiva a mí. Y mientras mis hermanos, que también llevaban gafas, lucían unos cristales de un grosor prácticamente inamovible, los míos año tras año iban aumentando a velocidades ultrasónicas. De todas formas al menos pude librarme del temido parche en el ojo, que ése le tocó a mi hermano pequeño por mor de un ojo que le salió vago al chaval. Los míos, como eran igual de vagos los dos, no tenían problema en conjuntarse perfectamente.

En fin, las gafas y yo, yo y las gafas. A lo largo de mi vida, he tenido gafas de todos los tamaños y colores y con todas ellas me he visto siempre igual de espantosa y de adefesio. Por suerte a los 13 años ya consideró el oculista que tenía edad de ponerme lentillas y entonces fue cuando decidí que con gafas no volvería a salir a la calle nunca mais. Punto y pelota. Mis lentillas eran de las duras, en realidad era como tener dos chinos metidos en los ojos todo el día. Tanto me dolían que en cuanto entraba por la puerta de mi casa lo primero que hacía era correr a quitármelas, pero bueno, estaba dispuesta a soportar cualquier tormento con tal de no ponerme las gafas, y así lo hice durante todos los años del instituto y luego de la Universidad. Y no era sólo que la gente no me viera con gafas; era que no quería ni que supieran que era miope y llevaba lentillas, tal era la aversión que le tenía yo al tema. Claro, si se enteraban de que era miope podrían suponer que usaba gafas, y de ahí a imaginarme con ellas puestas iba un paso, así que prefería que nadie supiera lo cegatona que yo realmente estaba.

Con los años la cosa se fue suavizando y ya no me importaba que la gente lo supiera pero seguía empeñada en no ponerme las gafas delante de nadie. Sólo lo hice delante de mi novio cuando ya llevábamos un montón de años juntos y pensaba que nuestra relación podría superar ese duro trance. Y de hecho lo superó.

Hubo un momento difícil cuando me quedé embarazada de mi hijo el del medio porque no sé qué les pasó a mis ojos que desarrollaron una especie de alergia a las lentillas que hacía que no pudiera soportarlas ni un minuto puestas. El ojo me empezaba a arder y no tenía más remedio que quitármelas. Así que durante esos nueve meses empecé a ir a pelo por la calle y me acostumbré a desarrollar mis otros sentidos, igual que hacen los ciegos totales.

Por aquel entonces trabajaba de becaria en una biblioteca y normalmente estaba en el depósito de libros, así que cuando alguien venía y me entregaba la papeleta para que le sacara sus libros, yo me metía entre las estanterías y allí me colocaba las gafas para buscarlos y cuando ya los tenía me las volvía a quitar y llegaba hasta el usuario totalmente cegata con sus libros pero con una sonrisa radiante y más monísima que la mar. Y las gafas para salir a la calle no me las ponía ni muerta. Recuerdo que mi compi becaria me decía "hijaputa, ponte las gafas, aunque no sea por ti, por esa criatura que llevas dentro, que te vas a pegar una hostia por ahí y la vas a matar". Y yo contestaba, agarrada a ella como una garrapata: "Paso, no me las pienso poner. Mientras alguien pueda hacerme de lazarillo, yo sólo tengo que fijarme dónde pone los pies y ponerlos yo luego en el mismo sitio. Calla y ve pendiente de los escalones, no nos vayamos a pegar un cifostio".

Pero la verdad es que sí que me he pegado porrazos, y algunos de antología. He chocado contra farolas, contra árboles, contra señales de tráfico... he tropezado con escalones, bordillos, piedras, y todo tipo de obstáculos, he pisoteado a todo tipo de animalitos domésticos o callejeros... En fin, en pocas palabras, sí que era un peligro público y siempre lo he sido. Pero por ridículo que todo esto parezca, para mí ponerme las gafas era mil veces peor.

Recuerdo una vez, trabajando de becaria en Medicina, una mañana, antes de amanecer, iba yo tan orgullosa, con mi cabeza bien alta y feliz de la vida, cuando de repente me di un mamporrazo contra una farola que vi las estrellas y la nariz se me puso como un pimiento morrón. Lo peor es que detrás de mí venía una pandilla de cuatro o cinco tíos que se empezaron a descojonar, como no es para menos, y yo para disimular dije "Ufffff, es que viene una medio dormía a estas horas". Sí, sí, medio dormía! Que no veía un carajo, y mucho menos de madrugada, que no ven un pijo ni siquiera los que ven.

En fin, como digo, fui desarrollando poco a poco otros sentidos, entre ellos el de la intuición; naturalmente siempre he procurado moverme por los mismos sitios, las mismas calles, aquéllas con las que estoy familiarizada, con sus escalones, farolas y demás mobiliario urbano. Y si por estricta necesidad tengo que salir de mi habitat intento ir acompañada por alguien que me guíe sabiamente, bien agarrada de la manita, por territorio enemigo.

También, para no parecer una antipática de manual, he desarrollado otras técnicas de despiste y camuflaje. Por ejemplo, como está muy feo quedarse mirando a alguien fijamente y luego, si le conoces, no saludarle, procuro no mirar nunca a la gente directamente cuando ando. Suelo ir mirando al suelo o al cielo o a los lados, pero nunca al frente. Más de una vez he evitado pisar una mierda por este sencillo sistema, no porque vea la mierda propiamente sino porque veo una mancha y ante la posibilidad de que pueda ser una mierda, pues la esquivo. Igualmente habré evitado pisar todo tipo de cosas, pero seguro que alguna mierda había entre todas esas manchas.

Bueno, a lo que iba, que como creo que es mejor pecar por exceso que por defecto, en algunos sitios en los que es poco probable que me cruce con gente totalmente desconocida, como son mi calle o mi trabajo, lo que hago es saludar a todo el mundo indiscriminadamente confiando en que la mayoría me conozca de algo, o en el peor de los casos, que crea que le he confundido con otra persona. De todas formas habéis de saber que aunque os saludo yo no sé que os he saludado; sé que he saludado a alguien pero no a quién. Cuando iba por la calle con mi marido y él saludaba a alguien yo siempre lo hacía también, por si acaso, y luego él me decía: "Es Periquito, o Fulanito, o te has colao, a ése no lo conoces", pero cuando voy sola no me entero de a quién le digo ni hola ni adiós ni nada.

Mucha gente no sabe cómo puedo ir así por la vida y me comen la cabeza para que me ponga las gafas. Pero yo no pienso hacerlo, no lo he hecho nunca y ahora no lo voy a empezar a hacer. Y te dicen: "Pero si estás muy guapa con gafas". Y un huevo! Guapa ni guapa, estoy pa matarme. De hecho la única gente que está guapa con gafas es la que tiene una o dos dioptrías como mucho; nadie con seis ni siete ni ocho dioptrías está bonito con gafas; nadie. Y yo no soy una excepción.

En fin, mis ojos, después del embarazo aquel en el que empecé a moverme a tientas por la calle, han pasado por múltiples avatares. Después de nacer mi segundo hijo me operé de miopía (tenía entonces 10 dioptrías, astigmatismo aparte), y de momento me quedé más o menos bien, pero luego por diversas circunstancias (una anemia de caballo, otro embarazo inesperado, etc.) al final fui otra vez perdiendo visión poco a poco y recuperé una parte de las dioptrías que me había conseguido quitar.

De todas formas, si cuando veía menos que Pepeleches nunca me había puesto las gafas para salir  no iba a empezar a hacerlo ahora, que la cosa era pecata minuta, porque para mí cuatro o cinco dioptrías es una mariconaílla sin importancia. Lo que pasa es que a la miopía y al astigmatismo con los años se unieron otras cosas. Aparte de la presbicia (que afortunadamente me afecta poco debido a mi miopía, por lo que de cerca veo bastante bien) y de incidencias varias, como cuando me salió el huevo frito en el ojo (por si tenéis curiosidad lo cuento en otro post de los de la etiqueta "anecdotario"), un buen día de repente me di cuenta de que con un ojo no veía casi nada. Al principio pensé que tenía las gafas sucias pero por más que las limpiaba con agua y jabón no conseguía ver mejor, hasta que me di cuenta de que no eran las gafas sino el ojo. Cuando fui de urgencias a la clínica me dijeron que había sufrido un derrame en la retina y que tenía una mancha en el centro del ojo que me quitaba prácticamente toda la visión frontal. Vamos, que por los lados aún veía algo, pero había perdido casi el 90% de capacidad visual.

La solución era operarme pero el médico no podía asegurarme que fuera a recuperar algo más del 50%, y luego, cuando leí los efectos secundarios posibles que podía tener la operación, que si desprendimiento de retina, que si glaucoma, que si tal que si cual, estaba a punto de firmar mi consentimiento cuando tiré los papeles al suelo, salí corriendo de allí como alma que lleva el diablo y me dije "Virgencita virgencita, que me quede como estoy". Y aunque no veía tres en un burro decidí que ya me acostumbraría. Y oye, poco a poco lo hice y empecé a ver algo mejor y a defenderme bien en mi trabajo. Y lo que son las cosas, no era sólo que me hubiera acostumbrado sino que efectivamente la mancha estaba remitiendo milagrosamente por sí sola. No del todo, por supuesto, pero sí lo que el médico me había asegurado que remitiría con la operación. Vamos, que me curé yo solita, y recuperé bastante visión. Chula que es una.

Cuando habían pasado unos años de este percance, otro buen día de repente estaba trabajando y se me aparecen unas moscas danzando delante. Yo no podía concentrarme porque las dichosas moscas no paraban de moverse pero cuando las quería atrapar desaparecían. En fin, abreviando, que las moscas no eran reales sino que eran otra invención de mis peculiares atributos oculares. Haaala, oooootra vez salí corriendo para la clínica y allí me dijeron que tranquila, que no tenía mayor importancia, que esto le pasa a mucha gente, sobre todo a los miopes, y que no tiene cura pero con el tiempo te acostumbras y casi dejas de ver las moscas. Y así es; efectivamente, pasado un tiempo las ignoras y casi te olvidas de que están ahí y tienes que esforzarte y concentrarte para verlas. Puedes leer y trabajar perfectamente sin que te molesten.

En fin, teniendo en cuenta todas estas vicisitudes, podréis entender que no me sorprendiera mucho cuando en mi última revisión ocular, me dice el oftalmólogo: "tú no te has dado cuenta de que no ves prácticamente nada con el ojo derecho?". Y yo: "Pues la verdad, no". "Pues sí, sólo tienes un 10% de visión en ese ojo". Yo creí que sería porque la mancha se había vuelto a extender, pero no; me hizo algunas pruebas y resultó que era una catarata; no de las causadas por la edad (sí, Kowalski, que soy vieja pero no tanto), sino una catarata miópica. No me extrañó tampoco porque mi madre también la tuvo a los 40 años y la pobre, después de toda una vida con sus veintitantas dioptrías, por fin consiguió en la madurez quitarse las gafas y poder ir por la vida bella y radiante como era ella de por sí. Anda que no estaba contenta!

La realidad es que cuando ves tan poco como yo he visto toda la vida es que si te pasa algo gordo en los ojos no te enteras como el resto de las personas. A lo mejor te das cuenta de que no guindas un huevo pero no te extrañas porque tampoco has guindado nunca, así que no le das mayor importancia. Vamos, que te dice un tío que ves un 10% de lo que deberías de ver, y piensas: "Y cuando he visto yo lo que debería de ver?" Y como con el otro ojo más o menos me defiendo bien lo cierto es que no me había percatado de la catarata.

Ahora estoy en capilla, esta semana me opero. Un poco acojonada porque odio que me toqueteen los ojos y me hagan pupa, pero esta vez no tengo más remedio. Y aunque teniendo en cuenta las particularidades de mis ojos las posibles secuelas se multiplican en mi caso, sé que tengo que hacerlo y punto. Vamos, que no voy a salir corriendo de nuevo, en plan paciente a la fuga.

Lo que voy a decir ahora no es por dramatizar; sé que a algunos les puede parecer muy fuerte pero para mí es un pensamiento habitual con el que estoy familiarizada desde hace muchos años y no lo veo especialmente terrible. Yo sé que mi final es la ceguera. Está dentro de la herencia que me dejó mi madre, que también terminó ciega los últimos años de su vida (murió a los 56). A ella también le gustaba escribir y llevaba un diario en el que contaba las cosas que pensaba o sentía pero en los últimos tiempos ya veía tan poco que tuvo que seguir con el diario grabando cintas de cassette. Yo he tenido mucha más suerte que ella, porque hoy en día con las nuevas tecnologías, yo podría seguir escribiendo perfectamente aun estando ciega. Y también puedo seguir leyendo, que es una de las cosas que más me gusta hacer en la vida.

Este porvenir mío tan oscuro (sí, amigos, un poco de humor negro nunca está de más) es algo que tengo asimilado hace años y estoy psicológicamente preparada para ello. Estoy muy contenta de vivir cerca de la ONCE, creo que es una feliz circunstancia, porque sé que más tarde o más temprano ése será mi lugar de trabajo y de estudio, tendré que aprender a valerme por mí misma y a usar las tecnologías para ciegos y luego me dedicaré a ayudar a otras personas a las que les pase lo mismo. Lo único que me gustaría es por lo menos seguir viendo los colores. Puedo concebir no ver las formas pero un mundo sin colores me parece horrible.

Cuando tienes claro que eso es algo que va a pasar sí o sí tarde o temprano porque lo llevas inscrito en tu ADN, lo único que esperas es que sea cuanto más tarde mejor, pero siempre piensas cuando te pasa algo nuevo en los ojos que el momento puede estar ya ahí. Yo ahora lo pienso con lo de la catarata, pero bueno, también lo pensé cuando lo de la mancha en la retina y luego no fue. No sé, el momento llegará pero no sé cuando.

Sí os digo desde ya que cuando ocurra os ahorraré la horrible visión de mis ojos ciegos, que es algo muy desagradable para los interlocutores, porque me plantificaré unas gafas de sol de ésas de espejo y no me las quitaré ni para dormir (con las gafas de sol nunca he tenido problema, al revés, me encantan; en realidad mi fobia nunca ha sido a las gafas sino a los cristales de las gafas). Igual que si me quedo tuerta, que también tengo pensadas varias soluciones estéticas para evitar el penoso espectáculo a mis seres queridos y a todo el mundo en general. Hace unos años vi una telenovela en la que salía una tía tuerta que se ponía unos parches de colores superchulos, incluso estampados, animal print y todo eso, y siempre los llevaba conjuntados con la ropa y demás complementos. Ésa podría ser una buena solución.

En fin, lo que peor llevo es que me pase algo que me provoque dolor. Yo para el dolor soy muy cagada, la verdad. Si eso me pasara tendría que estar drogada todo el día al más puro estilo doctor House. Pero "en no doliéndome", con lo demás cuento y creo que podría sobrellevarlo más o menos bien. Pienso que puedo ser muy útil en el futuro en la ONCE, sinceramente.

Bueno, pues aquí termina la historia de mis ojos hasta el día de hoy. Sé que puede haber resultado algo larga y pesada pero ya advertí que la podíais leer en plan fascículos. No os digo que recéis por mis ojos porque sé que la mayoría sois tan ateos como yo, pero sí que me mandéis energía positiva a raudales, o mejor que a mí, al cirujano que me operará, que espero por lo menos que no sea alcohólico ni tenga Parkinson.

Si alguien me quiere mal y me desea algo negativo debe de saber y le aviso desde ya que yo me hago siempre la pirámide mental y todo lo malo que me deseen choca contra mi pirámide, rebota y recae sobre el cabronazo que me lo ha deseado. Éste es el principal motivo por el que yo nunca le deseo tampoco mal a nadie, no sea que también se haga la pirámide y la cosa pueda terminar como el rosario de la Aurora.

En resumidas cuentas, no sé si la próxima vez que escriba por aquí veré con un ojo, con los dos o con ninguno... De todas formas, sea como fuere, seguiré dando la murga porque yo he nacido básicamente para incordiar y no pienso renunciar a ello, ni ciega ni sorda ni muda ni coja ni manca, y si me apuras, ni muerta.

Queridos todos, probablemente... continuará.

4 comentarios:

  1. Reconozco que no he leído la historia de tus tetas, leída la de tus ojos, la dejaré para cuando haya una amenaza nuclear o catástrofe natural y así me parecerá un buen final.

    Menos mal que matizas que la historia de tus ojos transcurre un poco más arriba que la de tus tetas… no quiero imaginar que hubiese sido al revés, eso si que sería truculento.

    Conozco a personas ciegas y tengo que decirte que la visión de sus ojos ciegos no es desagradable, más cuando nos dan toda una lección de vida. Esquían, escalan montañas, hasta boxean. Y además les importan un carajo lo que piensen los demás o cómo les vean los demás, a su lado muchos somos los discapacitados con más o menos e incluso sin dioptrías.

    Espero ansiosa la “historia de tus orejas” que ruego que suceda un poco más arriba de tus tetas, casi en línea con tus ojos.

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    1. Jajajajaja, no sabría yo qué decirte. A la altura que me pusieron en su día las tetas no estoy muy segura de que no hagan más línea con mis orejas.que con mis ojos. Tendré que estudiarlo.

      Pero de todos modos para catástrofe nuclear y similar yo tengo pensado escribir algo mucho mejor: la historia de mis pelos. Te prometo que desearás morir y que la catástrofe será hasta bienvenida.

      Hay tantas partes de mi cuerpo con historias truculentas que creo que voy a abrir una sección aparte en el blog. Ya te avisaré.

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  2. El abrazo más grande del mundo para una persona muy, muy especial como tú, en la que anida una madurez, sentido vital y autenticidad como pocas. Hace mucho tiempo que no te visitaba y no me ha gustado leer esto, pero seguro que la visión de este mundo no solo se observa con nuestros ojos, de ello nos das muestras con cada uno de tus inteligentes e irónicos escritos. Por cierto, yo también estoy malito, por si te sirve de consuelo. Besos, abrazo y todo mi cariño. Cuídate mucho.

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    1. Hombre, Martínez, la verdad es que sí, que saber que tú también andas jodido me sirve de muchísimo consuelo. Gracias, tío, una siempre minusvalora los poderes de la empatía sanitaria.

      Es coña, Martínez. No sólo no me consuela sino que me preocupa saber que estás enfermo. Básicamente por motivos poco humanitarios, debo reconocerlo. Teniendo en cuenta que mi clientela es muy escasa, la pérdida potencial de uno de mis clientes me produce un gran desconsuelo.

      No, ya en serio, Martínez, muchas gracias por tu interés y, sea lo que sea lo que tengas... ánimo. Sobre todo hazte la pirámide, por si hay algún cabrón por ahí deseándote cosas malas, que nunca se sabe. El mundo está lleno de desaprensivos. Y suerte, amigo.

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